Columna originalmente publicada en El Líbero
La próxima elección presidencial ha resultado un canalizador de la ansiedad generalizada por un Chile mejor. ¿Cuál de los candidatos podrá arreglar las deficiencias de seguridad, economía, migración, educación y salud? Cuando existe un deseo tan fuerte por romper el status quo, las meras propuestas adquieren tintes de promesas mesiánicas. Ésto, no solo por el marketing en redes sociales de los presidenciables, sino también por las expectativas que en ellos pone una nación sedienta de esperanza.
Como herederos de un mundo posterior a la Guerra Fría, debemos conocer la trampa en esperar de los proyectos políticos, tanto de izquierda como de derecha, algo más que una administración justa y honrada. Una de las grandes lecciones de las pugnas entre comunismo y liberalismo del siglo XX es que, a pesar de que nuestro deber humano es luchar por un mundo mejor, no existe la fórmula ideológica para construir la utopía en esta tierra. Sin embargo, todavía la deseamos. Se trata de una nostalgia de cielo para quienes no quieren conformarse con la existencia de infiernos terrenales.
En su última audiencia general, León XIV hizo ver que “los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa”. En las poblaciones, hogares y hospitales donde se vive la injusticia y la violencia se perpetúan infiernos a la medida de quienes los moran. Hay pocos anhelos tan legítimos como querer liberar a uno mismo y a los demás de esos infiernos y, claro, con ese fin vota el chileno bienintencionado. Pero en nuestra República llevamos casi 40 periodos presidenciales y los calvarios, aunque cambian, no desaparecen. ¿Qué hacer con la esperanza? ¿De qué sirve un voto?
La posibilidad de un Mesías pertenece al campo de las religiones: la promesa de plenitud total solo puede cargarla alguien de naturaleza divina. Para quienes creemos en Cristo, sabemos que su victoria final no tendrá lugar en una utopía histórica, sino en la vida eterna. Eso se celebra este 2025 en el Jubileo de la Esperanza, un año entero dedicado a la alegría de la salvación. Ahora bien, el catolicismo concibe la inmanencia de la política en un sentido que puede ser esperanzador también para quienes no creen en la trascendencia. Rerum Novarum -la primera encíclica social escrita por León XIII en 1891- reconoce que la salvación del alma debe comprometerse con la necesidad material de la persona; por ejemplo, un católico que es catequista de jóvenes debe asegurarse de que esto reciban también educación en los demás planos. En realidad, esta preocupación integral no comenzó con una encíclica, sino que traspasa el mensaje del Evangelio y se estipula como deber cristiano en las obras de misericordia.
La concepción católica de la solidaridad interpela especialmente a quienes tienen una responsabilidad mayor de cara a la comunidad. Creyentes y no creyentes pueden concebir de esta forma la vocación política: un servicio que pone a la persona en el corazón del desarrollo nacional, atendiendo sus necesidades materiales en post del bienestar espiritual. Desde allí se admite una forma esperanzadora para doblarle la mano a los “infiernos existenciales” de los que habla León XIV. La vida y obra del Padre Alberto Hurtado es un ejemplo de que, cuando el bienestar espiritual es el norte, la preocupación material se vuelve realmente genuina y concreta, articulando así una dignificación integral de la persona mediante el servicio público.
Votar aparece entonces como un acto relevante para orientar el país hacia el horizonte que su pueblo sueña. No tiene sentido arrojar la esperanza entera en las urnas, ya que la vía política siempre se quedará corta ante el clamor por un Salvador. No obstante, un buen dirigente sí puede contribuir a que Chile crezca espiritualmente, y eso ya es hazaña suficiente.
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